El lodazal del papel moneda de Argentina

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El descenso de Argentina del protagonismo económico de la mayoría de la década de 1990 al purgatorio es un cuento triste que produce dolor de corazón y frustración a todas las partes afectadas. Lo más importante es que esta desgracia subraya los riesgos propios de la participación del estado en los mercados de capital.

El 8 de marzo [de 2004], el gobierno argentino evitó unirse a estos parias como un estado moroso frente al Fondo Monetario Internacional (FMI), cuando indicó que el pagaría los 1.300 billones de dólares adeudados al prestamista multilateral. Aparte de evitar el ostracismo completo de los mercados internacionales de capital, el movimiento abre la vía a una recuperación del acceso de Argentina a préstamos del Fondo este mismo mes, por el impulso del patente quid pro quo.

El aplazamiento provisional pisa los talones a la creciente acritud entre Argentina y sus acreedores privados y multilaterales. Las tensiones han aflorado desde el 28 de enero, cuando ocho de los 24 miembros del Consejo Ejecutivo del FMI, incluyendo al trío nombrado por los países del G7, Gran Bretaña, Japón e Italia, se negó a firmar un desembolso de 350 millones de dólares del acuerdo a tres años por 13.500 millones del Fondo con Argentina. La retirada del apoyo atestigua las profundas reservas que albergan algunos países respecto de continuar dando crédito al gobierno de Buenos Aires acosado por la deuda.

El escepticismo se produce en buena parte por la postura combativa que ha adoptado el presidente de Argentina, Nestor Kirchner, para reestructurar miles de millones de dólares de principal e intereses impagados adeudados a los tenedores de deuda soberana del país. No solo los tenedores de bonos nacionales y extranjeros quieren ser indemnizados, sino que asimismo a organizaciones locales multilaterales, en último término financiadas por gobiernos, les gustaría que las autoridades argentinas cumplieran las condiciones de los préstamos que estas instituciones concedieron tan alegremente al país en la pasada década.

Del auge al declive

En 1990, con el país en la agonía de otro acceso de confusión económica y política, la administración entrante de Carlos Menem afrontaba la tremenda tarea de someter a la inflación, que en ese momento estaba en un 150% mensual. Después de asumir el cargo transformando certificados bancarios con intereses en bonos públicos (robando en la práctica los ahorros de los depositantes), Menem nombró a Domingo Cavallo para que aplicara en la economía medidas de austeridad orientadas al mercado.[1]

En el centro del paquete de reformas de Cavallo estaba la “ley de convertibilidad”, que ligaba al peso uno a uno con el dólar, limitando así la capacidad de crear dinero del gobierno argentino.

Casi de un solo golpe se sosegó la batalla de Argentina contra la hiperinflación, ya que la cifra anual se desplomó del 4000% hasta la llegada de la ley de convertibilidad al 4% en 1994. Al mismo tiempo, el crecimiento del PIB real superaba el 5% anual cada uno de esos años.

Otra consecuencia de la cuasi-dolarización del sistema monetario argentino fue la afluencia de inversión extranjera. Animados por el apoyo del FMI al paquete de reforma de Cavallo, que constituía implícitamente una demanda de rescate por parte del prestamista multilateral, los acreedores internacionales volvieron en masa a desviar sus fortunas hacia otra economía en un mercado emergente.

Igual que en los países de Extremo Oriente que eran también lugares de inversión de moda en la década de 1990, los cofres del banco central argentino se llenaron de dólares extranjeros, permitiendo a la institución expandir la base monetaria del país. Adicionalmente, las empresas privadas del país depositaban los desembolsos de préstamos de extranjeros en bancos nacionales, acrecentando más la oferta monetaria.

Gracias a las argucias financieras de la banca centralizada y la reserva fraccionaria, la oferta monetaria de Argentina aumentó a un ritmo medio anual del 60% entre 1991 y 1994. A pesar de la crisis del tequila de México en 1994 y 1995, que llevó a Argentina a un crecimiento negativo del PIB en el año posterior y casi pone fin a la ley de convertibilidad, el crecimiento de dinero M1 seguía siendo positivo en 1995 y aumentó en un 15% y 20% en 1996 y 1997, respectivamente.[2]

En 1998 la acumulación de dinero en la economía se había cobrado su peaje, exacerbada por la devaluación de divisa de la vecina Brasil (el mayor socio comercial de Argentina). Las infusiones de capital extranjero se extinguieron debido a un tipo de cambio muy sobrevalorado, producido por los precios nacionales al alza, y la devoción de las autoridades argentinas por la relación uno a uno del peso y el dólar parecía inconmovible. El extraordinario auge de la década de 1990, en la que el crecimiento del PIB fue de media un 4,5% entre 1990 y 1997, se convirtió en declive al entrar en recesión la economía argentina.

Tomar prestado y gastar

La propensión de los políticos argentinos a tomar prestado y gastar se aceleró en unión al crecimiento del PIB y la oferta monetaria del país durante la década de 1990. Incapaz de mantenerse dentro de los límites de un presupuesto equilibrado, el gobierno acudía a los mercados de capital nacionales y extranjeros para taponar el desfase de los ingresos fiscales respecto del gasto.

Las alegrías en la toma de prestado del gobierno nacional se unían a las infatigables tendencias de gasto de las provincias argentinas, que se beneficiaban de un constitución que permitía a las autoridades subnacionales derrochar incansablemente, con un gobierno central igualmente inútil pagando la factura.

De 1993 a 1998, todo el sector público de Argentina mostró un aumento en su relación deuda-PIB del 29,2% al 41,4%. La alta velocidad a la que se iban acumulando los préstamos era mucho más sustancial considerando que a través del periodo de 1993 a 1998 (salvo durante la crisis del tequila de México), el crecimiento del PIB y el correspondiente aumento estimulado cíclicamente de recibos fiscales fueron impresionantes. Al mismo tiempo, el gobierno central se dedicaba a privatizar empresas y activos públicos moribundos, lo que complementaba la ingesta de ingresos del tesoro. En resumen, las autoridades de Argentina no podían conseguir equilibrios presupuestarios ni siquiera en medio de un robusto crecimiento económico e ingresos procedentes de privatizaciones.

Como cabía esperar, la necesidad de tomar prestado para sostener el gasto público en incluso las mejores condiciones económicas presagiaba esfuerzos fiscales para los políticos argentinos al aparecer la recesión en el país en 1998. Los declinantes ingresos fiscales se unieron a las crecientes demandas de gasto social (l otra cara de la moneda cíclica) hicieron más difícil de aplicar la consolidación fiscal.

A finales del 2000, con uno de cada cinco bonos de mercados emergentes en todo el mundo emitidos por Argentina y su economía camino de perdición, los inversores internacionales empezaron a preguntarse si la deuda pública del país en pleno crecimiento desbocado continuaría siendo pagada.

A pesar de dos últimos intentos agónicos encabezados por el FMI (explicados más adelante) en enero y agosto de 2001 para eludir un inminente impago, la inviabilidad política del endurecimiento fiscal en medio de una fase de extendido declive generada por la banca de reserva fraccionaria resultó demasiado para que los cargos argentinos pudieran superarla.

Ante un creciente descontento público por una recesión extendida, un spread de tipo de interés saltando por encima de los títulos del tesoro de EEUU y abrumados por descontroladas corridas bancarias, los cargos argentinos derogaron la ley de convertibilidad y rescindieron los pagos regulares de su deuda nacional y externa de más 132.000 millones de dólares: la quiebra soberana más grande de la historia.

Arreglando cuentas

Después de casi una década de un crecimiento constantemente positivo del PIB, privatizaciones y liberalización del comercio, Argentina era de nuevo un leproso financiero. Después de otro año de penuria en 2002, en el que el PIB se contrajo un 11,2%, la economía creció un 8,4% en 2003 (la segunda mayor tasa del mundo después de China). Los precios más altos de las materias primas, una recuperación del consumo interno y un alza en la manufacturación avivada por un peso bruscamente devaluado permitieron el resurgimiento.[3] El crecimiento del PIB para 2004 se espera que se mantenga alto, aunque sea ligeramente menor, del 4% al 6%.

El panorama político se ha hecho más estable respecto de la estridente década de 1990, ya que el antiguo gobernador de la provincia patagónica de Santa Cruz, Néstor Kirchner, ha ejercido su autoridad en la presidencia desde que asumió el cargo a mediados de 2003, poniendo en vereda a los actores políticos que contribuyeron a precipitar el auge y declive del país.

Correspondiéndose con el resurgimiento de las fortunas económicas del país, la recaudación tributaria de Argentina mostró un aumento del 32% a lo largo de 2002, con unos ingresos públicos como porcentaje del PIB de vuelta a su nivel anterior a la recesión del 20%.

A pesar de la imprevista resistencia de la economía argentina durante 2003, el PIB del país es aún un 14% más pequeño que hace cinco años. La financiación exterior de empresas nacionales es escasa, normalmente a corto plazo y sujeta a tipos punitivos de interés. A media que las empresas privadas absorban las existencias disponibles de equipos indígenas de capital y el exceso de mano de obra, estas empresas se harán cada vez más dependientes del crédito extranjero para sostener la expansión.

Al convertirse en imperativo garantizar la financiación exterior y con el gobierno central pleno de ingresos fiscales, ha llegado el momento de reestructurar los aproximadamente 100.000 millones de dólares en deuda total y 700 millones de intereses de demora mensuales.

Recriminaciones mutuas

El 10 de marzo el jefe de gobierno reafirmaba la posición negociadora del gobierno, inalterada desde que fue desvelada en septiembre de 2003. Por cada dólar (o divisa extranjera equivalente) en bonos impagados, Argentina lo intercambiará por un nuevo bono con un valor facial de aproximadamente una cuarta parte, con un cupón de un 1% a 2% y un vencimiento de 20 a 40 años. En pocas palabras, Buenos Aires ha reclamado una quita de aproximadamente el 92% del valor actual neto de las obligaciones. Compensar a los prestamistas más allá de estas condiciones no se haría por “el sufrimiento y hambre del pueblo argentino”, según el presidente Kirchner.

Los acreedores extranjeros han respondido a la postura dura de negociación de Kirchner con consternación y obstinación, rechazando de la plano la oferta y contestando defendiendo una quita en el valor neto actual de un más modesto 50% a 60%.

A pesar de los esfuerzos por consolidar las representación de los bonistas, incluyendo el anuncio del 12 de enero de Comité Global de Bonistas Argentinos (CGBA) y su grupo dirigente, que ha reunido a empresas de inversión institucional agraviadas y cientos de miles de pequeños inversores de Europa, Extremo Oriente y otros lugares, la tarea de reestructuración sigue siendo muy compleja. De hecho, la existencia de más de 100 bonos distintos originados en ocho jurisdicciones y denominados en siete divisas diferentes atestigua la enorme naturaleza de la mayor reestructuración de deuda del mundo nunca realizada.[4]

Coherentemente con la dureza de su primera oferta de reestructuración, la administración de Kirchner había rechazado, hasta el 8 de marzo, reconocer la legitimidad del recientemente constituido CGBA. En envío de un funcionario argentino para asistir a la reunión del 24 de febrero de la organización de bonistas en Nueva York como mero observador había mostrado la falta de voluntad del gobierno de involucrar a un colectivo que engloba 37.000 millones de dólares en deuda impagada. El CGBA respondió recíprocamente al gesto retirándose de los mecanismos consultivos instituidos por Buenos Aires, agravando así las relaciones ya enconadas.

Antes de que se produjera el reciente reconocimiento de Argentina, el CGBA y otros prestamistas engañados han recurrido y probablemente continuarán siguiendo dos vías utilizadas por acreedores para conseguir pagos de holgazanes: confiar en el sistema de tribunales para embargar activos y acudir a matones para conseguir que les paguen.

Este mismo año, tribunales de EEUU embargaron activos argentinos en Maryland y Washington, abriendo al menos la puerta a su apropiación por los prestamistas. Pero, como observaba Thomas Griesa, uno de los jueces autorizadores de estas maniobras legales, apropiarse de activos argentinos en Estados Unidos o en cualquier otro país es en buena parte ineficaz, diciendo: “No imagino que la República Argentina tenga mucha actividad comercial en Estados Unidos”.

Carente de una fuerza de choque capaz de apropiarse de los activos públicos, los acreedores de Argentina han confiado cada vez más en el músculo financiero del FMI para intervenir en la disputa, con firmeza, si es necesario.

¿Disciplinario o posibilitador?

A lo largo de casi todo el periodo que va de la llegada de la ley de convertibilidad a la actualidad, Buenos Aires ha estado sometido a ayuda y supervisión del Fondo. Desde el principio la relación puede calificarse como similar a la de un alcohólico y un camarero, no estando este último (el FMI) dispuesto o no siendo capaz de templar el ansia del primero (Argentina) por emborracharse (tomar prestado).

En 1995, cuando el los préstamos al gobierno empezaron a exceder los objetivos estipulados, el Fondo levanto el tope de déficit fiscal en lugar de penalizar a su pupilo errante. Durante el periodo de rápido crecimiento económico (de 1995 a 1998), la balance presupuestario consolidado de Argentina incumplió los objetivos trimestrales más de la mitad de las veces, a pesar de ser revisados al alza más de una vez a favor del país y aumentando los caudales fiscales. El Fondo hizo poco más que perdonar oficialmente la transgresión con una autorización de excepción o simplemente miró hacia otro lado respecto de los incumplimientos.[5]

La permisividad se repitió a finales del 2000 y principios del 2001 mientras la recesión económica en marcha continuaba cobrando su peaje a la actividad comercial y la postura fiscal del gobierno. De nuevo el fracaso habitual del gobierno central en cumplir incluso los objetivos más laxos de déficit en ese trimestre fue ignorado por un igualmente incorregible FMI. El 12 de enero el Fondo entregó 3.000 millones de dólares (el primer tramo de un paquete renovado de 14.000 millones) en lo que fue visto como el último paquete apoyado internacionalmente pensado para ayudar a Argentina a evitar el impago soberano, una posibilidad que se ha discutido abiertamente desde el otoño de 2000.

Sin embargo el Fondo volvió a ceder en agosto al vacilar ante el primer rescate desesperado. Esta vez un cheque de 6.000 millones de un prestamista multilateral se abrió camino hasta las manos del gobierno argentino. La transferencia se logró mediante un fait accompli orquestado nada menos que por Domingo Cavallo (al que se había vuelto a llamar desde la Ivy League para rescatar a la economía y posteriormente dimitió antes del impago), lo que permitía al prestatario soberano decidir la cantidad y plazos del apoyo del Fondo, por primera vez en la historia del FMI.

Lo más miserable de este hito es que el impago de la deuda que se produjo en diciembre de 2001 ya era inevitable: se desperdiciaron en una empresa frustrada 6.000 millones de dólares en ayuda prestada internacionalmente (financiada por contribuyentes).

A lo largo de los últimos dos años, la invertebrada analogía del camarero-alcohólico (a pesar de los acontecimientos más recientes) se ha reforzado. Después de chantajear con éxito al Fondo en enero de 2003 para refinanciar la deuda impagada de Argentina con los prestamistas unilaterales a lo largo de agosto de 2003 suspendiendo deliberadamente un pago al Banco Interamericano de Desarrollo, el ministro de economía, Dr. Roberto Lavagna, empuñó de nuevo la metafórica botella rota en septiembre de 2003. Rechazando abonar los 2.900 millones de dólares adeudados al Fondo (el impago más grande un préstamo en la historia de esa organización), Lavagna y su jefe, Néstor Kirchner, consiguieron otro acuerdo en condiciones extremadamente generosas.

Además de refinanciar 21.000 millones de dólares en deudas a prestamistas multilaterales, Argentina se comprometió a tener un modesto superávit primario (ingresos fiscales antes de pago de intereses) de no más del 2,5% del PIB en 2003 (que Buenos Aires ha excedido ampliamente) y solo del 3% en 2004. Después de llegar al acuerdo, Kirchner se permitió magnánimamente rescindir la suspensión del pago de los 2.900 millones.

Intereses en disputa

Actualmente Argentina debe al FMI aproximadamente 16.000 millones de dólares (el 15% de los préstamos en vigor totales del Fondo) junto con otros 18.300 millones y 1.900 millones al Banco Mundial y al Banco Interamericano de Desarrollo, respectivamente. Por si no bastara con la deuda argentina, excediendo con mucho el límite acumulado de deuda asumida que se permite a los estados bajo las normas del Fondo, la oferta de reestructuración implacable y rígida de Buenos Aires principalmente a los prestamistas privados puede romper su compromiso bajo la Carta de Intenciones del FMI de septiembre para negociar de “buena fe”.

Para cumplir este requisito el Fondo ha pedido que Argentina reconozca al CGBA como interlocutor de iure, eleve el umbral de los porcentajes de participación de los inversores y autorice formalmente a los bancos de inversión intervenidos por Kirchner a negociar en nombre del gobierno. Además, los paganos del Fondo, el G7, han estipulado que los abonos de deuda de Argentina a las instituciones de préstamo multilaterales sean preferentes sobre los acreedores privados reembolsados.

A pesar de repetidos brotes de intransigencia, Buenos Aires parece dispuesto a cumplir las exigencias del G7, pero pagar la deuda del FMI y las demás organizaciones multilaterales de préstamo, solo el 20% de la carga total de la deuda de Argentina, enfurece a los acreedores privados, generando discordia entre el Fondo y los bonistas a los que se le ha pedido ayudar. Después de todo, cuanto más señale Argentina a las organizaciones situadas en Washington DC, menos tiene que ofrecer a todos los demás.

Al prometer pagar los 3.100 millones de dólares en obligaciones vencidas del FMI, reconocer al CGBA como emisario legítimo y acordar negociar constructivamente con todos los grupos de acreedores a finales de marzo (plasmado en una carta de intenciones firmada el 10 de marzo), Argentina ha expresado intenciones mezcladas a acreedores rivales, como introduciendo una cuña entre prestamistas multilaterales y privados.

El juego de la culpa

¿A quién hay que culpar entonces del actual estado de cosas, en el que el grueso de la población de un país (el 50% de los 36 millones de habitantes de Argentina) se encuentra en la pobreza y se está recuperando de una prolongada recesión, quiebras bancarias y agitación política? ¿Dónde debería ubicarse la responsabilidad cuando los prestamistas privados no están recibiendo puntualmente los pagos de intereses y principal y el dinero de los contribuyentes de todo el mundo son desperdiciados por un gobierno manirroto refinanciado en definitiva por otros estados?

La respuesta evidente es que al propio gobierno argentino. A pesar de un crecimiento económico casi ininterrumpido, una creciente presión fiscal y rentas suplementarias por privatizaciones, el sector público del país (tanto central como provincial) no ha podido cuadrar gastos con ingresos.

Los dos azotes gemelos de la banca de reserva fraccionaria y una divisa fiduciaria cómplice del banco central  perviven en la economía argentina, haciendo posible un auge y declive. Juntos, el excesivo crédito tomado durante los años de expansión obvió la capacidad de las autoridades argentinas de atender la deuda masiva, que se hizo irredimible cuando se agotaron los ingresos fiscales en medio de la recesión.

El FMI conoció bien estas peligrosas tendencias a lo largo de la década de 1990, pero hizo poco por amonestar, no digamos actuar, para disciplinar a los políticos pródigos en Buenos Aires. Los impedimentos institucionales, la remisión de los departamento del área del Fondo incluyendo mantener las relaciones con los prestatarios a los que se les carga con la monitorización, así como preocupaciones de imagen (el FMI recibió críticas al final de la década de 1990 por sus acciones en Extremo Oriente y Rusia), impidieron que el Fondo presentara una sus historias de éxito.

Además, la aprobación del prestamista multilateral de la política argentina desde 1990 (una supervisión laxa general y una propensión a continuar prestando independientemente del cumplimiento de los objetivos del programa) impulsó a entidades privadas extranjeras a mantener actividades de préstamo e inversión en Argentina, incluso mientras se arreglaban la finanzas públicas.

Por su parte, los acreedores habrían hecho mejor en no refinanciar a un gobierno y una economía tan enferma como la de Argentina. Los frecuentes cambios de gobierno, alternando civiles y militares desde 1930, unidos a un aumento paralelo de la intervención del estado en el mercado, han atenuado agudamente la formación de capital y ahorro en Argentina. De 1960 a 1994, la economía sufrió una tasa media de inflación del 127% y recibió entre 1980 y 1994 15 préstamos de ajuste inútiles del FMI y el Banco Mundial combinados.[6]

Igual que el Fondo, los inversores internacionales y nacionales obviaron alegremente la rápida acumulación de deuda por parte de las autoridades argentinas y continuaron prestando en condiciones generosas, aunque la dinámica de la deuda pública empezara a parecer insostenible. Atraídos por los bonos de alto rendimiento ofrecidos en América, especialmente después de que los “milagros” de Extremo Oriente sucumbieran al contagio, los acreedores impávidos y tolerantes al reisgo estaban dispuestos a redirigir el capital a Argentina, la estrella de la deuda de la arena de los mercados emergentes.

Demasiado ansiosa por acoger inversores, Buenos Aires consiguió colocar una considerable cantidad de deuda a finales de 1999 hasta principios de 2000, a pesar de una grave contracción económica.

Todo junto, prodigalidad, descuido e incapacidad o rechazo a decir no, conspiraron para producir la terrible situación que afronta hoy la troika de Argentina, los prestamistas privados y el FMI.

Abolir la financiación soberana

Por supuesto, la postura licenciosa y flexible hacia el préstamo desmedido es un mero síntoma de la causa raíz de la tragedia de Argentina. La capacidad de los gobiernos de tomar prestado permite a los políticos, burócratas y electores que reciben ayuda pública, vivir más allá de los medios que se apropian de los contribuyentes, sabiendo muy bien que la clase productiva explotada también pagará la factura debida a inversores dispuestos a comprar títulos públicos.

En el caso de Argentina, el único medio para exorcizar el demonio de la deuda es negar al gobierno acceso al crédito, repudiando todas las obligaciones pendientes tanto a prestamistas multilaterales como privados.

Para el observador casual, esta sugerencia es un anatema, pues viola la santidad de los contratos. Sin embargo, como explicaba correctamente Murray Rothbard, hay una distinción esencial entre deuda privada y pública.[7]

En el primer caso en el que un acreedor con baja preferencia temporal presta dinero a un tomador con alta preferencia temporal a cambio de una devolución con intereses, repudiar la deuda equivale a privar al prestamista de su propiedad, lo que es indefendible.

Respecto de la deuda pública, los gobiernos no comprometen sus propios activos, sino los de los contribuyentes, con los acreedores conscientes de que el principal e intereses se pagarán mediante la confiscación no voluntaria de propiedad privada (impuestos). En la práctica, ambas partes son cómplices en la violación de derechos de propiedad de un tercero en el futuro, lo que difícilmente puede reconocerse como un contrato.

Más allá del sospechoso estatus del préstamo soberano, el repudio de la deuda es beneficioso en dos aspectos. Inmediatamente alivia a la ciudadanía de las onerosas liquidaciones de obligaciones emitidas por gobiernos previos. Más importante es que, al negar completamente el crédito al gobierno argentino, ya que los prestamistas serían responsables por ello, se vería obligado a operar con las limitaciones de un presupuesto equilibrado, un idea novedosa en la historia de ese país.

En realidad muchos de los males económicos de Argentina a lo largo de este siglo y el anterior pueden atribuirse al insaciable apetito de los políticos de tomar prestado y gastar, con la correspondiente aniquilación de los ahorros y el capital de la ciudadanía, ya que la imprenta del banco central se ha utilizado a menudo para aliviar cargas importantes de deuda pública.

Un remedio duro, pero necesario

Inicialmente, las empresas privadas argentinas probablemente sufrirían en los mercados internacionales de capitales debido al repudio de la deuda pública. Sin embargo, cuando se alivia a la ciudadanía de pagos masivos financiados con impuestos de estas obligaciones y ya no se ve constreñida con un gobierno digno de crédito, el préstamo exterior volverá a invertir en empresas privadas prometedoras. Igualmente, puede aparecer formación de capital indígena al contener el pródigo sector público. Por suerte, como se estima que los argentinos han guardado cerca de 100.000 millones de dólares en el extranjero, podría esperarse que pueda repatriarse una porción sustancial.

Con respecto a los acreedores privados, por muy vergonzosa que pueda ser la flagrante privación de los fondos prestados a Argentina, esas disposiciones infringen claramente los derechos de propiedad y son una afrenta para la libertad. Ojalá el repudio de la deuda de Argentina sirva para advertir a posibles prestamistas de que los estados, la única entidad en la sociedad (salvo los criminales) que existe a costa de otros, son consumidores parásitos y desperdiciadores de capital no merecedores de inversión.

Alternativamente, como sugería Rothbard, un gobierno que valore la cancelación unilateral de sus deudas puede al menos parcialmente apaciguar el desprecio del acreedor vendiendo activos del estado y dedicar lo recaudado a atender sus obligaciones. La carga para pequeños inversores en Italia (450.000 personas, incluyendo a pensionistas, tienen 12.000 millones de dólares en bonos argentinos), Japón (40.000 poseyendo 3.020 millones) y otros lugares es especialmente grave y puede merecer esa atención.

Respecto del FMI, el repudio de la deuda sería un resultado justo para una entidad culpable de precipitar el auge, declive e impago de Argentina. El Fondo fue esencial para engendrar los males presentes de Argentina a través de una supervisión laxa y una garantía implícita de rescate, que se hizo realidad cuando el desplome fiscal de Buenos Aires se hizo insuperable.

Esencialmente un banco central nacido con la obligación de rescatar a gobiernos incapaces y a las instituciones financieras internacionales privadas que suscriben sus deudas soberanas, el FMI cumple con su misión canalizando las contribuciones (cuotas) de los estados miembros a prestatarios con problemas, creando riesgo moral en ambas partes durante el proceso.

En otras palabras, esta organización internacional entrega contribuciones proporcionadas por gobiernos, cuyas cuotas se atienden a través de la confiscación involuntaria de propiedad (impuestos), a estados receptores para que los beneficiarios continúen atendiendo la deuda pública de prestamistas privados, lo que es también un acuerdo nefasto que conlleva violar los derechos de propiedad de un tercero. Esta faceta de la arquitectura financiera internacional no es más que un robo sistemático.

Como prestamista supeditado a los bienes robados como su fuente de capital, el FMI merece escasa recompensa por sus descuidadas prácticas de préstamo ni merece precedencia sobre otros acreedores. Al menos los prestamistas privados institucionales y pequeños pusieron en juego sus fortunas, aunque fuera imprudentemente, cuando invirtieron en el gobierno argentino, una decisión de por sí perdedora.

En resumen, los argentinos harían bien en pedir a los políticos en Buenos Aires que repudiaran la deuda pública (aunque quizá indemnizando a los pequeños inversores a través de la venta de activos públicos) quitando en último término al estado la prerrogativa de tomar prestado.


[1] Skidmore, Thomas E. y Peter H. Smith. Modern Latin America. 5ª ed. Oxford UP, 2001.

[2] Salerno, Joseph T. “Confiscatory deflation: The Case of Argentina“.  Mises.org. 13 Feb. 2002.

[3] “Argentina bounces back from recession”.  Financial Times. 20 Feb. 2004.

[4] “Argentina on the edge”.  Financial Times. 7 de marzo de 2004.

[5] Mussa, Michael. Argentina and the Fund:  From Triumph to Tragedy. Institute for International Economics, 2002.

[6] Easterly, William. The Elusive Quest for Growth. MIT Press, 2002.

[7] Rothbard, Murray N. “Repudiando la deuda nacional“.  Mises Hispano. 20 Agosto, 2012.


Publicado el 16 de marzo de 2004. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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