Hans-Hermann Hoppe y su presentación en la undécima reunión anual (2016) de la Property and Freedom Society en Bodrum, Turquía.
Un pedido repetido de muchos de mis amigos y dada mi ya avanzada edad en la vida, he pensado que sería apropiado aprovechar esta oportunidad para hablar un poco de mí mismo, no sobre mi vida privada, por supuesto, sino sobre mi trabajo. Y no sobre todos mis temas —y hay bastantes sobre los cuales creo haber hecho alguna pequeña contribución en el curso de los años—, sino sobre un solo tema, el tema en que considero mi contribución la más importante, concretamente, el a priori de la argumentación como el fundamento definitivo del derecho.1
Desarrollé el argumento central durante mediados los ochenta, cuando yo rondaba mis mediados treinta, y por supuesto que no desde cero. Tomé ideas y argumentos que fueron desarrollados previamente por otros, en particular de mi primer profesor principal en filosofía y director de tesis, Jürgen Habermas, e incluso de manera más importante de un viejo amigo y colega de Habermas, el Dr. Karl-Otto Apel, y también de los economistas y filósofos, Ludwig von Mises y Murray Rothbard. De todos modos, no obstante, el argumento que finalmente desarrollé me pareció esencialmente nuevo y original. Alrededor del mismo tiempo, debo decir, Frank van Dun, viviendo en Flanders y escribiendo en holandés, y habiendo crecido en circunstancias y tradiciones filosóficas completamente diferentes, había llegado a un argumento y a una conclusión muy similares. Aunque en ese tiempo ninguno de los dos sabía del trabajo del otro y sólo lo descubriríamos muchos años después.
En pocas palabras, el argumento dice algo como esto:
En primer lugar: todas las alegaciones de la verdad —es decir, todas las afirmaciones de que una proposición dada es verdadera o falsa o indeterminada, o indeseada o de que un argumento es válido y completo o no— son planteadas y justificadas al respecto en el curso de una argumentación.
En segundo lugar: la veracidad de esta proposición no puede ser impugnada sin caer en una contradicción, porque cualquier intento de hacer eso tendrá que hacerse en sí mismo en la forma de un argumento. Por ello, el a priori de la argumentación.
En tercer lugar: la argumentación no son sonidos que flotan libremente, sino que es una acción humana, concretamente, una actividad humana intencional que emplea medios físicos —por lo menos el cuerpo de la persona y varias cosas externas— con el objeto de lograr un fin u objetivo específico, a saber, la obtención de un acuerdo respecto al valor de verdad de una proposición o argumento dado.
En cuarto lugar: si bien motivado por algún desacuerdo inicial o disputa o conflicto respecto a la validez de una alegación de la verdad, cada argumentación entre un proponente y un oponente es en sí misma una forma de interacción libre de conflictos, y mutuamente acordada, enfocada a resolver el desacuerdo inicial y alcanzar alguna respuesta mutuamente acordada sobre el valor de verdad de una proposición o argumento dado.
En quinto lugar: que la verdad o la validez de las normas o reglas de acción que hacen posible en absoluto la argumentación entre un proponente y un oponente —es decir, las presuposiciones praxeológicas de la argumentación— no puede ser impugnada argumentativamente sin caer en una contradicción performativa o pragmática.
En sexto lugar: que las presuposiciones praxeológicas, entonces, —es decir, lo que hace posible la argumentación como una forma específica de búsqueda de la verdad— tienen dos partes:
Primero, cada persona debe tener el derecho al control exclusivo o a la propiedad de su propio cuerpo físico, el medio mismo que él y solamente él puede controlar directamente a voluntad, con el fin de ser capaz de actuar independientemente de unos y otros y llegar a una conclusión propia (es decir, de manera autónoma).
Y segundo, por la misma razón de mutua e independiente posición y autonomía, ambos, el proponente y el oponente, deben estar legitimados a sus respectivas posesiones previas, es decir, el control exclusivo de todos los otros medios externos de acción apropiados indirectamente por ellos antes e independiente de uno a otro y previo al inicio de la argumentación.
Y en séptimo lugar: que cualquier argumento por lo contrario —que el proponente o el oponente no tiene el derecho a la propiedad exclusiva de su cuerpo y todas las posesiones previas— no puede ser defendido sin caer en una contradicción performativa o pragmática, porque al participar en la argumentación, ambos, el proponente y el oponente, demuestran que buscan una resolución pacífica, libre de conflictos, a cualquiera sea el desacuerdo que origina sus discusiones.
Sin embargo, negar a una persona el derecho a la autopropiedad y sus posesiones previas es negar su autonomía y su posición autónoma en el proceso de los argumentos. Esto afirma, en cambio, la dependencia y el conflicto —es decir, heteronomía— en lugar del acuerdo autónomo y libre de conflictos alcanzado, y es, por lo tanto, contrario al propósito mismo de la argumentación.
El argumento de Mises y el mío
Cuando finalmente concreté este argumento me sorprendí realmente por lo simple y directo que era. Estaba casi anonadado de por qué me había tomado tanto tiempo para desarrollarlo y aún más de por qué nadie más aparentemente lo había pensado antes.
Y luego me acordé de Ludwig von Mises y su famoso argumento sobre la imposibilidad del cálculo económico bajo el socialismo. Mises había elaborado incidentemente este argumento también a mediados de sus treinta años. En resumen, lo que Mises había argumentado era: que el propósito de toda producción es la transformación de algo —un insumo— que es menos valioso en algo —un producto— que es más valioso, es decir, eficiente y económico en vez de la producción derrochadora; que en una economía basada en la división del trabajo la utilización debe ser llevada al cálculo monetario para determinar si la producción fue eficiente o no; que los precios de insumos deben ser comparados con los precios de los productos para determinar la ganancia o pérdida; y que aun así no existía ningún precio de insumo bajo el socialismo y, por lo tanto, ninguna posibilidad para el cálculo económico. Porque bajo el socialismo todos los factores de producción son, por definición, propiedad de un único agente —a saber, el Estado—, impidiendo de este modo la formación de cualquier y de todos los precios de los factores.
Cuando me topé por primera vez con el argumento de Mises, fui convencido inmediatamente. Mi reacción fue “¡Vaya, que obvio, simple y directo!”. Y también “¿Por qué le llevó tanto tiempo a Mises exponer algo tan obvio?” y “¿Por qué nadie más descubrió antes esta idea aparentemente elemental?”. Ciertamente, algunos historiadores del pensamiento económico fueron ansiosos para apuntar que algunos autores anteriores ya habían insinuado el argumento de Mises. Terence Hutchison, por ejemplo, descubrió que había incluso un destello del argumento de Mises en Friedrich Engels, de entre todas las personas. Pero esto, sin embargo, me pareció una grosera mala interpretación de la historia intelectual y una grave injusticia intelectual en afirmar a cualquiera excepto a Mises como el originador del argumento y el hombre que había acabado intelectualmente con el socialismo clásico (marxista) de una vez por todas.
Asimismo, si bien quizá no tan sorprendente, la reacción a la prueba de imposibilidad de Mises fue también instructiva, especialmente teniendo en cuenta que la prueba de Mises tenía que ver con un problema que en los tiempos de sus escritos, durante las secuelas inmediatas de la Primera Guerra Mundial, había obtenido una enorme importancia con la Revolución bolchevique de 1917 en Rusia.
Pero en general no hubo absolutamente ninguna reacción. Mises fue simplemente ignorado, y la continua existencia de la Unión Soviética y luego de la Segunda Guerra Mundial de todo el Imperio soviético fue tomada por la mayoría de los profesionales de economía, y también por gran parte del público no especializado, como evidencia empírica de que Mises estaba equivocado o que en cualquier caso fue irrelevante.
Unos pocos economistas jóvenes como Hayek, Machlup, Röpke y Lionel Robbins fueron convertidos inmediatamente por Mises, abandonaron sus antiguas inclinaciones izquierdistas y se convirtieron en portavoces prominentes del capitalismo y los mercados libres. Y unos pocos socialistas prominentes tales como Otto Neurath, Henry D. Dickinson y Oskar Lange intentaron refutar el argumento de Mises. Pero a mi criterio, incluso los primeros aficionados de Mises diluyeron, malinterpretaron o distorsionaron y así debilitaron en todo caso el argumento original de Mises.2 Y en cuanto a los enemigos socialistas, no parecían ni siquiera comprender el problema. De hecho, incluso después de que Mises había reiterado y elaborado aún más su argumento, dos décadas luego de su presentación original, en su libro La acción humana, e incluso luego de la implosión del socialismo a finales de la década de 1980 y comienzos de la década de 1990, cuando algunos socialistas tales como Robert Heilbroner se sintieron obligados a reconocer que Mises había estado en lo cierto, aun así no mostraron ninguna señal de haber comprendido la razón fundamental del porqué.
El destino de mi propio argumento fue, de muchas maneras, similar a la prueba de Mises.
Sin ninguna duda, teniendo en cuenta que vivimos hoy en día en una era de relativismo legal y ético rampantes del “todo se vale” y en un mundo en el que los derechos de propiedad privada han sido, en cambio, casi en todas partes, y universalmente, transformados en mera propiedad concedida por el Estado o propiedad fiduciaria, mi argumento tenía que ver con un tema de cierta importancia. Porque implicaba una refutación de todas las formas de relativismo ético como doctrinas autocontradictorias, y positivamente implicaba que solamente la institución de la propiedad privada en el cuerpo de uno y en posesiones previas podía ser justificada en última instancia, mientras que cualquier forma de propiedad fiduciaria era argumentativamente indefendible. Pues entonces, en cualquier caso, mi argumento tenía que ver con un asunto de incluso mayor y más fundamental importancia que la que tenía la demostración de Mises.
A pesar de ello —pero no así inesperado—, mi argumento también fue largamente ignorado, aunque no completamente.
Murray Rothbard, estoy particularmente orgulloso de decir, aceptó mi demostración inmediatamente como una innovación,3 y así también lo hicieron Walter Block y Stephan Kinsella. De hecho, tan solo poco tiempo después de la primera presentación en inglés de mi argumento, Kinsella lo complementó y expandió brillantemente al integrarlo con la teoría legal de «estoppel», es decir, “el principio legal que impide a una parte negar o alegar un hecho determinado debido a la conducta, alegación o negación previa de esa parte”.4 Asimismo varias evaluaciones o discusiones más o menos amistosas de mi argumento se publicaron, un pequeño simposio sobre mi argumento apareció en la revista Liberty, tanto con defensores entusiastas como con críticos o enemigos hostiles.5 Respondí a algunos de mis primeros críticos y sus críticas,6 pero luego, excepto por unas pocas acotaciones ocasionales, dejé el tema en reposo. No menos porque en ese entonces me pagaban para trabajar en economía y no en filosofía. Algunos últimos críticos, en particular, Robert Murphy y Gene Callahan, quienes aparentemente aceptaron mi conclusión libertaria pero rechazaron mi manera de derivar en ella —sin presentar, no obstante, un razonamiento alternativo para sus propias creencias—, fueron arrasados argumentativamente por Stephan Kinsella, Fran van Dun y también por Marian Eabrasu.7 Sin embargo, el debate respecto a mi argumento continúa y ha alcanzado entretanto un tamaño sustancial, afortunadamente Kinsella ha documentado y actualizado regularmente la todavía creciente literatura en el tema.
Reiterando mi argumento
Ahora, no es aquí mi propósito resumir o dar una evaluación de todo el debate, en lugar de eso quiero aprovechar la oportunidad para clarificar aún más y elaborar sobre el carácter elemental y, en efecto, la sencillez de mi argumento, y por el camino deshacer algunos malos entendidos recurrentes. En esto, quiero proceder en dos pasos consecutivos. Primero intentaré clarificar el «argumento de la argumentación» en sí mismo y también la noción implícita de la justificación definitiva (y en el mismo sentido, por supuesto, de la refutación definitiva de todas las formas de relativismo). Y luego, en el segundo paso, intentaré clarificar las implicaciones libertarias decisivas y específicas que se siguen del a priori de la argumentación.
La pregunta de cómo empezar la filosofía, es decir, la búsqueda de un punto de partida, es casi tan vieja como la filosofía misma. En los tiempos modernos, por ejemplo, Descartes, pronunció su famoso “cogito, ergo sum” («Pienso, luego existo») como tal punto de partida. Mises consideró el hecho de que los humanos actúan, es decir, que los humanos persiguen fines anticipados con medios —así sea exitosamente o no— como tal punto de partida. El último Wittgenstein consideró al lenguaje ordinario como el punto de partida definitivo. Otros, como Karl Popper, negaron que cualquier punto así existiera y pudiera ser encontrado. Sin embargo, como una pequeña reflexión demuestra, ninguno de estos funcionará. Después de todo, la frase “cogito, ergo sum” de Descartes es una proposición y su justificación se da en la forma de un argumento. De igual manera, Mises habla sobre la acción como un “ultimate datum” (dato final) y presenta un argumento, concretamente, de que uno no puede no actuar deliberadamente, para justificar su punto de partida. Y similarmente, la filosofía del lenguaje ordinario de Wittgenstein no es sólo conversación ordinaria, sino que afirma ser conversación verdadera sobre conversar, es decir, un argumento de justificación. Y para relativistas como Popper, afirmar que no existe un punto de partida definitivo y aun así sostener que esta proposición es verdadera es totalmente contradictorio y una autoderrota.
En resumen, lo que sea que haya sido reclamado aquí como puntos de partida, o incluso si la existencia de tal punto ha sido negada, todos ellos, inadvertidamente y en realidad, han afirmado la existencia del mismo y único punto de partida, a saber, la argumentación. Y podían negar a la argumentación el estatus como el punto de partida definitivo solamente so pena de la contradicción.
Esta crítica sobre otros filósofos no tiene como objetivo negar algunas verdades parciales de sus variadas contribuciones. De hecho, reflexionando podemos reconocer que cada argumentación es también una acción, es decir, una búsqueda intencionada de fines con la ayuda de medios (regresando a Mises). Pero no toda acción es una argumentación, de hecho, la mayoría de nuestras acciones no lo son. Además, podemos reconocer que la argumentación es un acto del habla que involucra el uso de un lenguaje público como el medio para comunicar a otros hablantes (lo que nos regresa a Wittgenstein). Sin embargo, no todo acto del habla es una argumentación, de hecho, la mayoría de las actividades cuando hablamos unos a otros no tiene nada que ver con una argumentación. Asimismo, reconocemos que toda argumentación, y por implicación también todo acto del habla y la acción que sea, presupone la existencia de una persona actuante y hablante que argumenta (lo que nos devuelve a Descartes). Pero es solamente desde la posición de ventaja de una persona que argumenta que la distinción entre acciones, actos discursivos —las tan llamadas funciones “bajas” del lenguaje— y argumentación —como la “más alta” función del lenguaje— puede realizarse y afirmarse como verdadera.
En cuanto a Popper y los críticos popperianos, es realmente cierto que los argumentos deductivos que proceden de premisas a conclusiones son sólo tan buenos como sus premisas, que uno siempre puede requerir una justificación de estas premisas, y luego de las premisas de esta justificación, y así sucesivamente, llevando a una regresión infinita. Sin embargo, el argumento presentado aquí no es un argumento deductivo, sino más bien un argumento trascendental dirigido al escéptico al apuntar que incluso él debe aceptar, y de hecho acepta, una verdad definitiva simplemente para ser el escéptico que es. Pues así, un escéptico puede ciertamente negar que los seres humanos actúan, hablan y argumentan y afirmar en cambio que “no, no lo hacen” y que al hacer eso no estará envuelto en una contradicción lógica o formal. Pero al hacer esta afirmación, él estará envuelto en una contradicción performativa, pragmática o dialéctica, porque sus palabras serán refutadas por sus acciones, es decir, por el mismo hecho de afirmar que sus palabras son ciertas.
La argumentación es, entonces, una subclase de acción comparativamente infrecuente, y más específicamente también uno de los actos del habla, motivada por una razón única e intencionada hacia un propósito único; surge a causa del desacuerdo o conflicto interpersonal respecto al valor de verdad de una proposición o argumento determinado —y diré más sobre las diferencias entre desacuerdos y conflictos en un momento—; y aspira a la disolución o resolución de este desacuerdo o conflicto por medio de la argumentación como el único método de justificación. Uno no puede negar esta afirmación y sostener tal negación como verdadera sin realmente afirmarla por medio del mismo acto de negación de uno, es decir, sin contradicción performativa, pragmática o dialéctica. En verdad, para parafrasear a Frank van Dun, “afirmar que no puedes o no debes argumentar y tomar en serio los argumentos es decir que no puedes hacer lo que en realidad estás haciendo y afirmando que estás haciendo”. Es como decir “no hay razones para afirmar que esto o lo otro sea cierto y aquí están las razones por las que no hay tales razones”. Asimismo, como van Dun observa plenamente, el famoso dictum (dicho) de Hume de que nuestra razón es y debe ser esclava de nuestras pasiones, si bien no es una contradictio in adiecto (contradicción en el adjetivo), es, de hecho, una contradicción performativa o dialéctica. Porque Hume da razones y presta seria atención a las razones mientras sostiene que ninguna atención debe ser prestada a las mismas.
Descartando objeciones
A la vista de esta idea dentro de la naturaleza y el estatus epistemológico de la argumentación como un método único de justificación, muchas objeciones dirigidas a mi argumento original pueden ser fácilmente descartadas.
Se ha sostenido contra el argumento de la argumentación, por ejemplo, que uno siempre puede negarse a participar en la argumentación. Esto es obviamente cierto y nunca he dicho nada contrario. Sin embargo, esto no es una objeción al argumento en cuestión. Siempre que una persona se niega a participar en la argumentación, ningún argumento a cambio se le debe a la misma. Simplemente no cuenta como una persona racional en cuanto a la cuestión o el problema a mano, es tratada como alguien a ser ignorado en el asunto. De hecho, alguien que siempre, y en principio, se niegue a justificar argumentativamente cualquiera de sus creencias, acciones o lo que sea frente a cualquiera, ya no sería considerado o tratado como una persona en absoluto. Sería considerado o tratado a cambio como una cosa salvaje o un malhechor, su presencia y su comportamiento constituirían para nosotros un mero problema técnico, es decir, sería tratado como un niño pequeño gritando “no” a cada cosa dicha a él; o como un animal, es decir, como algo a ser controlado, domesticado, domado, ejercitado, adiestrado o entrenado.
Otra objeción a mi argumento de la argumentación propuesta repetidamente y por parte de varios oponentes, de una manera aparentemente más seria, realmente califica mejor como una broma. Se resume a la afirmación de que, incluso si fuera cierto, mi argumento es irrelevante e inconsecuente. Ahora, ¿por qué? Porque la ética de la argumentación (de acuerdo a ellos) es válida y vinculante solamente al momento y durante la duración de la argumentación en sí misma, e incluso entonces solamente para aquellos que participan en esta. Curiosamente, estos críticos no notan que esta tesis, si fuera cierta, tendría que aplicarse a sí mismos también y, por consiguiente, haría irrelevante e inconsecuente a su propia crítica también. Sus críticas por sí mismas serían también tan solo habladurías con tal de hablar sin ninguna consecuencia al margen de hablar. Porque, de acuerdo a su propia tesis, lo que ellos dicen sobre la argumentación es solamente cierto cuando y mientras lo decimos y no tiene relevancia fuera del contexto de la argumentación; y además, lo que ellos dicen que es cierto es solamente cierto para las partes realmente involucradas en la argumentación o incluso solamente para ellos solos si, y en la medida en que, no existe un oponente real y lo que dicen están sólo diciéndolo en un diálogo interno con ellos mismos. Pero entonces, ¿por qué debería uno perder su tiempo y prestar atención a esas meras “verdades” personales?
Más importante y yendo al punto, en verdad, estos críticos obviamente no están involucrados en vagos discursos o en una simple broma, sino que en la argumentación seria, es decir, en la presentación de algo que llamarían un contraargumento. Y como tal, y en este sentido, entonces, pasan a estar ineludiblemente envueltos en una contradicción performativa o dialéctica, porque en realidad sí afirman que lo que dicen sobre la argumentación es verdad fuera y dentro de la argumentación, es decir, ya sea que uno argumente o no, y que es verdad no sólo para ellos sino para cualquiera capaz de argumentar, es decir, en contra de lo que dicen. Ellos, de hecho, persiguen un propósito por encima y más allá del intercambio de palabras por sí solo. La argumentación es un medio a un fin y no un fin en sí mismo. Es el propósito mismo de la argumentación superar un desacuerdo o conflicto inicial respecto a ciertas alegaciones rivales de la verdad y cambiar creencias o acciones previas de uno dependiendo del resultado de la argumentación. Es decir, la argumentación implica que uno debe aceptar las consecuencias de su resultado. De lo contrario, ¿por qué argumentar? Por ende, es una contradicción performativa o dialéctica decir, por ejemplo: “Permítannos discutir sobre si las leyes de salario mínimo aumentan o no el desempleo y luego, sin importar el resultado de nuestro debate, permítannos continuar creyendo lo que creíamos de antemano”. Similarmente sería autocontradictorio para un juez en un juicio decir: “Permítannos averiguar cuál de las dos partes contendientes, Peter y Paul, está en lo cierto o no, y luego ignorar el resultado del juicio y dejar ir a Peter incluso si encontrado culpable, o castigar a Paul incluso si encontrado inocente”.
Igualmente absurdo, algunos críticos me han acusado de supuestamente afirmar falsamente que la verdad de una proposición depende de la persona realizando esta proposición, pero en ninguna parte afirmé nada estúpido como eso. Ciertamente, que la Tierra orbita alrededor del Sol, que el agua corre hacia abajo o que 1+1 es 2 es verdad ya sea que discutamos sobre ello o no. La argumentación no convierte a algo en verdad, sino más bien, la argumentación es un método para justificar proposiciones como verdaderas o falsas cuando son puestas a consideración. De la misma manera, la existencia de la propiedad y las propiedades correctas o incorrectas no depende del hecho de que alguien argumente a este efecto, sino más bien, la propiedad y las propiedades correctas o incorrectas son justificadas cuando son puestas en disputa.
Ahora con esto llego a la segunda parte de mi clarificación, concretamente, las implicaciones libertarias de la ética de la argumentación.
Las implicaciones libertarias de la ética de la argumentación
Para esto, primero es necesario señalar el hecho obvio de que toda argumentación tiene un contenido proposicional. Siempre que argumentamos, argumentamos sobre algo. Esto puede ser la argumentación en sí misma, es decir, el tema mismo sobre el cual he estado hablando hasta ahora. Pero el contenido puede ser de todo tipo de cosas. Pueden ser cuestiones de hechos, de causa y efecto tales como si el calentamiento global existe en el presente y es causado por el hombre o no, o si un aumento en la oferta monetaria conducirá a una mayor prosperidad general o no. Aunque también pueden ser cuestiones normativas tales como si la posesión —el control real— de algo por parte de alguien implica la propiedad justa del objeto en cuestión, o si la esclavitud o los impuestos son justificados o no.
En resumen, la argumentación puede ser sobre los hechos o puede ser sobre las normas. La fuente de una argumentación sobre hechos es lo que llamaré un desacuerdo, y su propósito es resolver este desacuerdo e influir en un cambio para mejor en las creencias fácticas de uno con el fin de hacer que las acciones motivadas por estas sean más exitosas en el futuro. Por otro lado, la fuente de una argumentación sobre normas es el conflicto, y su propósito es resolver este conflicto e influir en un cambio en el sistema de valores de uno con el fin de evadir mejor los futuros conflictos.
En la presentación original de mi argumento, estuve preocupado exclusivamente por la segunda cuestión de la justificación normativa, y este es también un tema central aquí, pero he tenido que darme cuenta de que para entender mejor la naturaleza de una argumentación sobre normas es instructivo en primer lugar, para contrastar, dar una mirada breve a una argumentación sobre hechos.
¿Cómo se resuelve un desacuerdo fáctico en un escenario argumentativo? Por supuesto, eso depende primero del tema del desacuerdo y luego de los métodos —las acciones y operaciones— a ser utilizados para llegar a una conclusión y decidir entre las rivales alegaciones de la verdad en consideración. ¿Qué métodos son apropiados para un propósito determinado? ¿Qué debería observarse si así fuese necesario? ¿Cómo y bajo qué circunstancias? ¿Qué necesita ser medido y por medio de qué estándares de medición o instrumento? ¿Qué otros instrumentos, herramientas, máquinas, etcétera, construidos deliberadamente deben estar a disposición y en condiciones funcionales para recolectar la información relevante? ¿Hay algo que deba ser contado o calculado? ¿Debe considerarse el tiempo y los retrasos y medirse el tiempo? ¿Se debe y se puede establecer un experimento controlado? ¿Estamos buscando establecer una correlación o estamos buscando una causalidad? ¿O es un asunto de significado y entendimiento antes que uno de medición el que interesa? ¿Es un tema empírico un asunto de contienda en absoluto? ¿O es en lugar de eso un asunto lógico que debe y puede ser resuelto por razonamiento deductivo o comprobación geométrica, matemática o praxeológica?
Y finalmente, cuando uno ha resuelto la pregunta de qué métodos elegir para un determinado propósito, estos métodos, herramientas y operaciones deben ser puestos en acción y en práctica. La información relevante debe ser efectivamente recolectada y las mediciones, los cálculos, experimentos, pruebas y evidencias realmente tomados y llevados a cabo con el fin de llevar el desacuerdo inicial a una posible conclusión.
Ahora: ¿Qué hace a esta tarea de resolver un descuerdo fáctico una justificación argumentativa? Primero y más claro, ambos contendientes, de hecho, cualquiera que se preocupe por el asunto de la discusión debe considerar al otro, y viceversa, como otra persona igualmente independiente y cada uno con su propio cuerpo físico separado. Es decir, ninguna persona ha de ejercer control físico sobre el cuerpo de cualquier otra sin su consentimiento durante toda la empresa. Más bien, cada persona actúa y habla por sí misma con el objeto de hacer posible que todos puedan llegar a la misma determinación por su cuenta de manera independiente y autónoma, y luego aceptar la conclusión como dentro de su propio interés. Presumiblemente, tampoco está cualquier persona involucrada en el desarrollo bajo amenaza, pagada o sobornada por cualquier otra para meramente pretender estar argumentando y pronunciar en cambio, con independencia del resultado, un veredicto predeterminado.
Mientras todo esto es generalmente reconocido y aceptado como una cosa natural por la comunidad científica, otro requerimiento pasa desapercibido frecuentemente y, sin embargo, es en especial este requerimiento el que revela de mejor manera las diferencias cruciales entre la argumentación fáctica y la normativa.
No sólo todos los que participan en la tarea de resolver algún desacuerdo fáctico deben ser respetados y asegurados en la integridad de sus cuerpos físicos propios por igual para hablar de la argumentación o de una justificación argumentativa, es también necesario que cada persona deba tener igual acceso a toda la información y a todos los recursos, implementos, instrumentos o herramientas requeridos metodológicamente para resolver el tema en cuestión, de tal manera que cada persona pueda preferir la misma acción y operación y reproducir los resultados por su cuenta. Es decir, si es necesario para resolver un desacuerdo fáctico, por ejemplo, usar papel y lápiz, una vara, un reloj, una calculadora, un microscopio o un telescopio o simplemente un suelo donde pararse y hacer las observaciones de uno; entonces, a nadie se le puede negar el acceso a tales dispositivos, de hecho, sería contrario al propósito de la argumentación sobre hechos y por ende supondría una contradicción dialéctica para cualquier persona decir a cualquier otra, por ejemplo: “Estamos en desacuerdo con respecto a la altura de este edificio o la velocidad de ese auto y para dar a este desacuerdo una solución necesitamos una vara y un reloj, pero te niego el acceso a una vara y un reloj”.
Pero —y con esto llego lentamente a mi interés central: la argumentación sobre asuntos normativos, es decir, lo correcto e incorrecto— no implicaría una contradicción performativa o dialéctica si te negara acceso a este u otro instrumento o herramienta, o a este o ese sitio para pararse si la fuente y el contenido de nuestra argumentación es un conflicto en vez de un simple desacuerdo, es decir, si tú y yo tenemos planes, intereses y objetivos diferentes e incompatibles respecto a los instrumentos, herramientas y el sitio para pararse en cuestión. Entonces mi negación a permitirte el acceso a esto o aquello puede estar justificado o puede no estarlo, pero no sería en sí misma una exigencia autocontradictoria.
Es la marca característica de una argumentación sobre hechos que para la duración de una argumentación debe prevalecer una armonía de intereses de todas las partes involucradas. Todas las disputas de propiedades son suspendidas temporalmente y asimismo el resultado de la argumentación no tiene consecuencias ni repercusiones para la subsecuente distribución de propiedades. Para dar una conclusión a un desacuerdo fáctico, cada participante real o potencial debe realizar —y es esperado por todos los demás a realizar— las mismas acciones y operaciones con la misma o similar clase de objetos. Mientras dure la argumentación, cada uno hace lo que todos los demás esperan y desean que haga. Todos actúan en armonía con todos y al final, luego de que por lo menos se haya llegado a una conclusión temporal, cada uno —con su nueva lección aprendida— retorna de nuevo a su vida normal en la que todo lo demás permanece y sigue de la misma forma que antes. Aunque en su vida normal, pues, la gente no se enfrenta solamente a desacuerdos fácticos, de hecho, como una cuestión empírica, por lo menos en la vida de una persona adulta, los desacuerdos fácticos que dan origen a la argumentación son comparativamente infrecuentes. Porque los hechos más fundamentales y elementales sobre la composición y los funcionamientos internos del mundo externo son largamente reconocidos, aceptados y dados por hecho por todos en su vida diaria para nunca llegar al nivel de seria duda. Y si acaso y cuando sea que cualquier duda seria respecto al valor de verdad de alguna afirmación fáctica sí surge, tales desacuerdos son general, rutinaria y metódicamente llevados por lo menos a cierta resolución temporal y aceptados rápidamente, y sin ninguna resistencia, por todas las partes interesadas. Antes que los desacuerdos fácticos, es, entonces, la experiencia de conflictos lo que motiva la argumentación más seria, y es la argumentación sobre los conflictos la que genera nuestro interés más intenso.
Los conflictos se originan siempre que dos actores desean e intentan usar uno y el mismo medio físico: el mismo cuerpo, el mismo espacio para pararse, los mismos objetos externos para la obtención de objetivos distintos, es decir, cuando sus intereses sobre tales medios no son armoniosos, sino incompatibles o antagónicos. Dos actores no pueden usar al mismo tiempo el mismo recurso para propósitos alternativos, si tratan de hacer eso, deberán enfrentarse. Solamente la voluntad de una persona o la de otra puede prevalecer, pero no ambas.
Siempre que discutimos mutuamente sobre asuntos de conflicto, entonces, demostramos que es nuestro propósito encontrar una solución argumentativa pacífica para un conflicto dado. Hemos acordado no pelear, y en lugar de eso, argumentar. Y demostramos también que estamos dispuestos a respetar el resultado de nuestro juicio de argumentos, de hecho, argumentar de otra manera y decir, por ejemplo, “No peleemos, sino discutamos cuál voluntad debe prevalecer en nuestro conflicto, pero al final de nuestra argumentación, y con independencia del resultado, pelearé contigo de todas formas”, implicaría una contradicción performativa o dialéctica. Decir eso contradice el propósito mismo de la argumentación.
La tarea que enfrenta cualquier proponente y oponente involucrado en una argumentación sobre conflictos, entonces, es encontrar una solución pacífica, no sólo para el conflicto en cuestión, sino también para todo conflicto futuro posible, con el fin de ser capaz en adelante de interactuar entre sí de una manera libre de conflictos y pacífica, no obstante y a pesar de los intereses distintos entre sí, ya sea en el presente o en el futuro.
La solución definitiva a este problema es dada mediante un breve análisis de la lógica de la acción, es decir, por el método de razonamiento praxeológico.
Lógicamente, para evitar todo conflicto interpersonal futuro, es solamente necesario que cada bien —cada cosa física empleada como medio para la persecución de fines humanos— sea siempre y en todo momento de propiedad privada, es decir, que sea controlado exclusivamente por una persona específica (o una asociación o colaboración voluntaria) en lugar que por otra, y que sea siempre claro y reconocible qué bien es propiedad de quién y qué no lo es o es de propiedad de alguien más. Entonces, los intereses, planes y propósitos han de ser tan diferentes como pueden ser, y aun así ningún conflicto se originará entre ellos mientras sus acciones involucren exclusivamente el uso de su propia propiedad privada y dejen en paz y físicamente intacta la propiedad de otros.
Sin embargo, esto es sólo una parte de la solución, porque luego surge inmediatamente la próxima pregunta de cómo lograr pacíficamente tal completa y no ambigua privatización de todos los bienes económicos, es decir, sin generar y conducir por sí mismo al conflicto. ¿Cómo las cosas físicas pueden convertirse en propiedad privada de alguien en primer lugar? ¿Y cómo puede ser evitado el conflicto interpersonal en la apropiación de cosas físicas?
El análisis praxeológico también produce una respuesta concluyente a estas preguntas. En primer lugar, para evitar conflictos es necesario que la apropiación de cosas como recursos sea efectuada a través de acciones, en vez de meras palabras, declaraciones o decretos. Porque solamente a través de las acciones de una persona, que se dan en un lugar y momento específicos, puede establecerse un vínculo objetivo e intersubjetivamente determinable entre una persona específica y una cosa específica y su extensión y límites, y por tanto resolverse los reclamos de propiedad rivales de una manera objetiva.
Y en segundo lugar, no toda adquisición reconocible de cosas en la posesión de uno es pacífica y puede, por tanto, ser justificada argumentativamente. Solamente el primer apropiador de cierta cosa previamente no apropiada puede adquirir esta cosa pacíficamente y sin conflicto. Y sólo su posesión, entonces, puede ser considerada como su propiedad. Porque —por definición— como el primer apropiador, no puede haber tenido conflicto con nadie más al apropiarse del bien en cuestión, ya que todos los demás aparecen en la escena solamente después. Cualquiera que llega después, entonces, puede tomar posesión de la cosas en cuestión solamente con el consentimiento de quien llegó primero. Ya sea porque el que llego primero ha transferido voluntariamente su propiedad a él, en cuyo caso, y desde tal momento en adelante, él se convierte entonces en su dueño exclusivo. O sino porque el primer apropiador le ha concedido algún derecho condicional de uso respecto a su propiedad, en cuyo caso él no se convierte en el dueño de la cosa, sino en su poseedor legítimo. En verdad, argumentar en contra de esto y decir que alguien que llega después —con independencia de y sin tener en cuenta la voluntad del primer poseedor de una cosa determinada— debe ser considerado como su dueño implica una contradicción performativa o dialéctica. Porque esto conduciría a conflictos interminables en lugar de la paz eterna y, por lo tanto, sería contrario al propósito mismo de la argumentación.
Si personas diferentes quieren vivir en paz unas con otras de manera concebible desde el principio de la humanidad hasta su fin —y al argumentar sobre los conflictos demuestran obviamente que quieren hacer esto—, entonces, solamente existe una solución que llamaré «el principio de posesiones anteriores»: Todas las posesiones justas y legítimas y argumentativamente justificables, ya sea en la forma de propiedad total o de posesiones legítimas, retroceden directa o indirectamente a través de una cadena libre de conflictos —y por tanto mutuamente beneficiosa— de transferencias de títulos de propiedad hasta los apropiadores previos y en última instancia originales y los actos de apropiación original o de producción previos. Y viceversa: Todas las posesiones de cosas por parte de una persona que no son el resultado de su apropiación ni de su producción previas, ni tampoco el resultado de la adquisición voluntaria y libre de conflictos de un apropiador-productor anterior de estas cosas, son posesiones injustas e ilegítimas y, por ende, argumentativamente injustificables.
La cuestión a ser resuelta en una disputa argumentativa entre un proponente y un oponente, entonces, ya no tiene realmente que ver con un asunto de principio, porque el principio de posesiones anteriores en sí mismo no puede ser argumentativamente negado sin caer en una contradicción, es algo absoluto dado y puede ser reconocido como a priori válido. Bajo discusión entre un proponente y un oponente sólo puede haber asuntos de hechos, es decir, si el principio ha sido o no profesado y aplicado correctamente en todas las instancias. Si cada una de las posesiones actuales del proponente fueron adquiridas de manera justa, de acuerdo al principio de posesiones anteriores, o si el oponente del statu quo de posesiones actuales puede demostrar la existencia de un título suyo anterior y no cedido a ciertas o todas (aunque no absolutamente todas como veremos en un momento) las posesiones actuales del proponente. Y el principio de posesiones anteriores también implica que en cualquier disputa entre un proponente y un oponente sobre reclamos de propiedad privada rivales respecto a ciertos medios de acción particulares, es siempre la distribución de propiedad vigente y actual entre partes rivales la que sirve como fuente y evidencia prima facie (a primera vista) para decidir sus reclamos conflictivos. Prima facie, el poseedor actual de la cosa en cuestión se presenta como su poseedor previo y, por consiguiente, su dueño legítimo. Y la carga de la prueba, por lo contrario, es decir, la demostración de que la evidencia proveída por el statu quo es falsa y engañosa, está siempre en el oponente de la situación actual. Él debe plantear su caso, y si no puede, entonces, no solamente permanecen las cosas como antes, sino que el oponente debe en realidad al proponente una compensación por el mal uso hecho de su tiempo al haber tenido que defenderse frente a los reclamos injustificados del oponente hechos contra él (lo cual reduce la probabilidad de las acusaciones poco serias).
Y además, no es sólo el principio y el procedimiento a aplicar en cualquier debate entre un proponente y oponente lo que es dado de manera irrefutable, es también un hecho elemental lo que es tan dado e incuestionable —que me regresa a las restricciones recientemente mencionadas de “todas, aunque no absolutamente todas” y al argumento de la argumentación en sí mismo—. Porque mientras que es una supeditada pregunta empírica qué bien externo es propiedad legítima o no de quién, y si bien en principio es posible poner en duda cualquier posesión actual de cualquier y de todos los bienes externos por parte de cualquier persona con respecto a su legalidad, este no es el caso y tampoco es posible hacerlo con respecto al cuerpo físico de cualquier persona como su medio de acción primario. Nadie puede argumentar consistentemente que es el dueño legítimo del cuerpo de otra persona. Él puede decir eso, por supuesto, pero al hacerlo y buscando la aprobación de la otra persona a esta afirmación, se involucra en una contradicción. Por lo tanto, es y puede ser reconocido como una verdad a priori que cada persona es dueña legítima del cuerpo físico con el que naturalmente viene y ha nacido, y que se ha apropiado directamente del mismo primero y antes de que cualquier otra persona pudiera posiblemente hacerlo indirectamente por medio de su propio cuerpo. Ninguna argumentación entre un proponente y un oponente es posible sin reconocerse y respetarse entre sí como personas separadas e independientes con sus propios cuerpos separados e independientes. Sus cuerpos no chocan o colisionan físicamente, sino que discuten entre ellos y, por consiguiente, deben respetar los límites y demarcaciones de sus cuerpos físicos separados e independientes.8
Algunos críticos han argumentado que esto no demuestra la propiedad de la persona de su cuerpo entero, sino que en el mejor de los casos sólo parte del mismo. ¿Por qué? Porque para argumentar no es necesario usar todas las partes del cuerpo. Y es cierto, no necesitas dos riñones, dos ojos o un apéndice para argumentar, de hecho, tampoco necesitas tu vello corporal o inclusos tus brazos y piernas para argumentar y, por lo tanto, de acuerdo a estos críticos, no puedes afirmar ser el legítimo dueño de tus dos riñones u ojos, tus piernas y brazos. Pero esta objeción no solamente parece tonta, después de todo, implica primero el reconocimiento de estas partes naturales “innecesarias” como partes naturales de un cuerpo unitario antes que como entidades autónomas separadas. Más importante aún, implica, filosóficamente hablando, un error categórico. Los críticos simplemente confunden la fisiología de la argumentación y la acción con la lógica de la argumentación y la acción. Y esta confusión es particularmente sorprendente viniendo de economistas, e incluso más viniendo de economistas familiares con la praxeología, por la distinción fundamental hecha en economía entre el trabajo, por un lado, y la tierra, por el otro, como los dos medios originales de la producción. Que obviamente corresponden exactamente a la distinción que realicé aquí entre el cuerpo y el mundo externo, que tampoco es una distinción fisiológica o fisicalista, sino una praxeológica.
La pregunta a ser respondida no es qué partes del cuerpo son requerimientos fisiológicamente necesarios para que una persona argumente con otra. Sino más bien, la pregunta es qué partes de mi cuerpo y qué partes de tu cuerpo puedes tú o yo justificar argumentativamente como posesiones legítimas tuyas o mías. Y a esto existe una respuesta clara y no ambigua. Yo soy el dueño legítimo de mi cuerpo dado por la naturaleza con todo lo natural en él y adherido a él, y tú eres el dueño legítimo de tu cuerpo completo dado por la naturaleza. Cualquier argumento por lo contrario colocará a su proponente en una contradicción performativa. Que yo diga, por ejemplo, en una argumentación contigo, que tú no eres el dueño legítimo de tu cuerpo completo dado por la naturaleza es contradicho por el hecho de que al argumentar y no pelear contigo, yo debo reconocerte y tratarte como otra persona con un cuerpo separado y límites físicos reconocibles y separados de mí y de mi cuerpo. Argumentar que tú no posees legítimamente todo tu cuerpo natural, que en realidad posees y del que has tomado posesión pacíficamente antes de que yo posiblemente pudiera hacerlo indirectamente por medios de mi propio cuerpo natural, significa abogar por el conflicto y enfrentamiento físico y, por consiguiente, en contra del propósito de la argumentación; a saber, el de resolver pacíficamente un conflicto actual y evitar futuros conflictos.
Todo lo que posiblemente podría afirmar sin contradicción inmediata es que tú no posees todo de tu cuerpo entero actual, porque no todo de sus partes actuales son sus partes naturales, que algunas partes actuales son partes artificiales, es decir, partes que habías adquirido y adherido a tu cuerpo dado por la naturaleza solamente después e indirectamente. Yo podría reclamar, por ejemplo, que tu riñón no es legítimamente tuyo porque no naciste con él, sino que lo has sacado contra mi voluntad de mi cuerpo y lo has colocado en el tuyo. Pero en todos los casos como este, pues, de acuerdo con el principio de posesiones anteriores, la carga de la prueba está sobre mí, es decir, el oponente del statu quo de partes corporales.
Un error categórico similar, es decir, una confusión fundamental de lo empírico de la argumentación por un lado, y de lo lógico de la argumentación y la justificación argumentativa por el otro, es también la fuente de otra “refutación”, presentada repetidamente y desde varios sectores, del argumento de la argumentación. Esta “refutación” consiste en la simple observación del hecho de que, concretamente, los esclavos pueden discutir con sus amos. Por lo tanto, con los esclavos siendo capaces de argumentar, entonces (la conclusión), mi afirmación de que la argumentación presupone la autopropiedad y los derechos de propiedad libertarios es “empíricamente falsado”. Increíblemente, “nunca debí haber pensado sobre la existencia de esclavos y la esclavitud”.
Pero yo no afirmé que para que una persona discutiera con otra todos los derechos de propiedad libertarios deban estar reconocidos y en orden (lo que obviamente implicaría que, por lo menos en las circunstancias actuales, ninguno pudiera jamás participar en la argumentación con nadie más, ya que nadie en la situación actual realmente tiene plenos derechos de propiedad o plenos derechos libertarios) y que la argumentación bajo cualquier otra circunstancia, menores a las condiciones libertarias, sea imposible. Pero por supuesto que el esclavo y el amo pueden involucrase en la argumentación. De hecho, la argumentación es prácticamente posible bajo toda circunstancia empírica siempre que cualquier participante pueda solamente decir y hacer lo que dice y hace por su cuenta y ninguno sea amenazado u obligado a decir eso. Por lo tanto, la crítica dirigida contra el argumento de la argumentación es completamente irrelevante e intrascendente. El argumento no es una proposición empírica sobre si la argumentación entre una persona y otra y las condiciones no libertarias pueden coexistir o no. En consecuencia, tampoco puede ser rebatido ni refutado por ninguna evidencia empírica. En lugar de eso, el argumento tiene que ver con una cuestión categóricamente distinta: si la existencia de condiciones no libertarias puede o no ser justificada argumentativamente sin encontrarse con una contradicción performativa. Y con respecto a esta pregunta, la respuesta es más bien sencilla.
Un amo puede discutir con su esclavo sobre el valor de verdad, por ejemplo, de la ley de la gravedad o la existencia de gérmenes invisibles. Y si permitiera al esclavo el acceso a todos los medios y a la información necesarios para llevar el tema discutido a una conclusión, su discusión con el esclavo no implicaría ninguna contradicción, sino que constituiría, de hecho, una argumentación genuina. Pero la cuestión es bastante diferente cuando se trata de una argumentación entre el amo y el esclavo sobre el tema de la esclavitud, es decir, las condiciones bajo las cuales sus argumentaciones se efectúan. En este caso, si el amo dijera al esclavo “No peleemos, sino que discutamos sobre la justificación de la esclavitud”, él así reconocería al esclavo como otra persona independiente con su mente y cuerpo propios y, entonces, tendría que dejar a su esclavo partir libre. Y si él dijera en vez de eso “¿Y qué?, te he reconocido momentáneamente como otra persona independiente con tu mente y cuerpo propios, pero ahora, al final de nuestra discusión, te impido ir de todas formas”; entonces él estaría envuelto en una contradicción performativa o dialéctica. Esta conversación entre el amo y el esclavo no constituiría una argumentación genuina, sino que sería en el mejor de los casos un juego de salón ocioso o incluso cruel.
Y la misma respuesta de “tú estás simplemente confundido”, entonces, también se aplica a aquellos críticos que intentan redoblar la apuesta en el argumento de “pero los esclavos pueden argumentar también” al sacar contraejemplos adicionales. Sí, es cierto, una persona en la cárcel también puede participar en la argumentación con su carcelero, y la persona sujeta a los impuestos también puede debatir con el cobrador de impuestos. En verdad, ¿quién ha dudado de eso jamás? Sin embargo, la pregunta a ser respondida y la abordada por la ética de la argumentación es si el estatus actual de la persona en la cárcel o de la sujeta a los impuestos puede ser justificado argumentativamente o no. El carcelero tendría que demostrar que el encarcelado había violado previamente el argumentativamente indiscutible principio de posesiones anteriores y de este modo cometido una acción ilegítima o un crimen, y que las actuales restricciones impuestas sobre los movimientos y posesiones anteriores del encarcelado estuvieron justificadas a la luz de su crimen anterior. Y si el carcelero no proveyera o no pudiera proveer tal prueba empírica de un crimen previo del encarcelado, y si luego él, aun así, no dejara libre al encarcelado y no le devolviera a sus posesiones previas; entonces, el carcelero no estaría involucrado en la argumentación sino en un debate fingido, y sería él quien fue culpable de un crimen.
Y de la misma manera —para cualquier disputa verbal entre un cobrador de impuestos y el gravado— el cobrador de impuestos, para justificar argumentativamente su reclamo a cualquiera de las posesiones actuales del gravado, tendría que demostrar que él dispone de un contrato de deuda previo o alguna suerte de contrato de renta que justificaría su reclamo actual por cualquiera de las posesiones actuales de su oponente. Y si él no proveyera o no pudiera proveer ninguna evidencia —y por supuesto, ningún cobrador de impuestos pudo jamás—, entonces él tendría que renunciar a su petición. Y si no hiciera eso, sino que en cambio insistiera en el pago, su intercambio verbal con el gravado tampoco calificaría como una genuina argumentación, sino sólo como un juicio simulado, y sería el cobrador de impuestos quien era un criminal.
Y eso es todo. Y creo que la ética de la argumentación, como la presenté inicialmente, permanece hasta ahora sin ninguna objeción seria.
Muchas gracias.
Notas
1 Para un contenido base, véase Hoppe, “From the Economics of Laissez Faire to the Ethics of Libertarianism”, “The Justice of Economic Efficiency”, “On the Ultimate Justification of the Ethics of Private Property”, y “Appendix: Four Critical Replies”, como también otros materiales relacionados y citados de Stephan Kinsella, “Argumentation Ethics and Liberty: A Concise Guide”, Mises Daily (May 27, 2011); ídem, “Argumentation Ethics and Liberty: A Concise Guide’ (2011) and Supplemental Resources”, 1 de enero, 2015.
2 Véase el caso de Hayek y la desviación de la explicación del problema del socialismo en “Socialismo: ¿un problema de propiedad o conocimiento?” de Hoppe.
3 Véase Rothbard, “Más allá del ser y el deber ser”, originalmente publicado en Liberty (noviembre de 1988); véase también de Rothbard, “Hoppefobia”. Ver también este video de Rothbard comentado sobre la ética de la argumentación de Hoppe, mayo de 1989, luego de la publicación de A Theory of Socialism and Capitalism de Hoppe, que tiene comentarios de Rothbard repitiendo sus opiniones positivas en Liberty. Ver también esta divertida anécdota de David Gordon donde rememora una broma que le hizo Rothbard sobre la ética de la argumentación de Hoppe: David Gordon Speaks with The Society of Libertarian Entrepreneurs (part 2).
4 Véase Kinsella, “The Undeniable Morality of Capitalism”; “New Rationalist Directions in Libertarian Rights Theory”; “Punishment and Proportionality: The Estoppel Approach”; y “The Genesis of Estoppel: My Libertarian Rights Theory”.
5 Véase Hoppe, “The Ultimate Justification of the Private Property Ethic”, Liberty (septiembre de 1988); ver también Hoppe, “The Justice of Economic Efficiency”, Austrian Economics Newsletter, Vol. 9, No. 2 (invierno de 1988); A Theory of Socialism and Capitalism, 1ra. edición (1989), capítulo 7.
6 Véase Hoppe, “Appendix: Four Critical Replies”.
7 Véase Kinsella, “Defending Argumentation Ethics: Reply to Murphy & Callahan”, van Dun, “Argumentation Ethics and The Philosophy of Freedom”, Eabrasu, “A Reply to the Current Critiques Formulated Against Hoppe’s Argumentation Ethics”.
8 Sobre la argumentación y la autoposesión, véase Hoppe, “Argumentación y autoposesión”.